Yo le decía 'maravilla' y le gustaba, supongo que reconocía la dolorosa virtud de ser sensible a las muchachas. Onetti las llamaba 'muchachas legítimas', yo que no lo había leído, y que soy más optimista que él con las demás, la llamaba 'maravilla'. Ella fue la segunda.
A veces, por momentos, creo que he visto una, pero nunca es cierto porque no hay 'creo' ante ellas. Una muchacha legítima es una certeza azul, un derrumbadero al mar, un inequívoco trémulo y perenne, y al descubrirla hay ese instante de saber, muy tarde, que he dado un paso sin retorno al equilibrio, en caída libre a la alegría, al dolor, al goce de sentir como un tambor temeroso el corazón.
Una muchacha legítima crece hasta ser niña y jugar con todo, y con quien quiera. Descubre y conquista la existencia con el mismo asombro liviano y pasajero de la infancia. Ser amado por una muchacha legítima y amarla es un motín, un movimiento agrario, hay que abrirse valientemente la cabeza y el cuerpo, porque hiere, arar y sembrar con su simiente, encontrar abono en cada canción, en cada libro, en cada mesa, en cada flujo, en cada hermano.
Pero amar a una muchacha legítima no es mejor, ni es posible o imposible, ni es deseable, solo puede ocurrir. Estuve enamorado también de otras mujeres, y toda mujer sensible, cariñosa, inteligente, puede ser una compañera tan feliz y apasionada como ellas. Porque las muchachas legítimas sufren su muchachismo lentamente, se queman, se congelan, y suelen estar solas, aman rara vez a verdaderos muchachos, algunos no las reconocen o las temen. Son diversas, como toda mujer, alegres y no tanto, y son igualmente felices con hombres sensibles, valientes, inteligentes. No hay nada de 'mejor' para ellas en ser verdaderamente muchachas. Y no lo desean ni lo buscan, lo descubren, las sorprende el día que dejan su pubertad en una mirada y la responden. Muchas no son ni tan buenas ni tan bellas, son espíritus libres en cuerpos muchas veces agobiados de sentir tan fuerte el mundo, de digerir como esponjas de mar la pena de otros.
Entre las que son famosas, Violeta y Ana Belén, así de extremas en sus respectivas melancolía y optimismo, son mis luceros. (Olvidaba mencionar a Mónica B., con su belleza más redonda que cualquier pasión profunda) Con las otras, cuando las conozco personalmente, el amor me dura para siempre. La primera que vi nunca me amó, eramos adolescentes, y mientras yo me enamoraba de ella, ella se enamoraba de un amigo nuestro. Así que me llore mi sufrimiento en soledad primero, en otras compañías después, por algunos años. Tuve que crecer para aprender que conocerla había sido dichoso. Mi mejor amigo me ayudó a descubrir que mi felicidad solo depende de mí, pero eso lo entendí llegando a los treinta, no era demasiado tarde.
Ese año conocí la segunda muchacha. Era divertido de ver que por su inteligencia ostensible, tenía un club de fans, y por lo mismo era humilde y cordial. Desde el primer instante supe qué hacer con ella, cómo acercarme, conocerla, como darme a conocer y enamorarla. Se reía suelta, me cantó al oído y todo con ella fue feliz. Incluso dejarla fue doloroso pero estuvo bien, fuimos muy dulces, había tanto amor al dejarnos como al conocernos, y no volvimos a hablar nunca más, nos protegimos mutuamente así, aunque ella ha pensado con tristeza y alegría en mí, y yo he llorado y reído mucho recordándola, aún lo hago. Nunca estuve a la altura de su talento, pero alcanzaba a entenderla y acompañarla, sentí un orgullo íntimo enorme por ella.
De la tercer muchacha no diré nada, solo que la reconocí al instante, la leí y en minutos sabía que el mundo había cambiado nuevamente. Ella me conoció después, pero esta vez no supe qué hacer, esta muchacha es más potente, más brutal e interna, y menos buena. Creí que había aprendido algo, me sentí viejo y labrado, quise no enamorarme, en vano. Tengo que vencerme, erguirme, abrirme más, para incorporarla, para llevarla siempre en mí corazón como una estrella, cuando se vaya, libre, fugaz.